lunes, 25 de agosto de 2014

Hermenegildo Sega


 

 

El amanecer tardaba en llegar, envuelta en las sabanas y con delicados movimientos torcía su cuerpo en afán de desperezarse y que las piernas perdieran la tensión de la espera. Bajo la almohada su cabeza pretendía esconder sus pensamientos. No fue fácil esperar, sin ansiedad, el atisbo del sol de la mañana. Cada tanto miraba las rendijas de la persiana para adivinar la hora del alba.

No había deseado emprender ese viaje, dilató la decisión argumentando todo tipo de excusas. Con insistencia pensaba que el encuentro seria difícil de abordarlo. Rechazaba la posibilidad de presentarse y  no tener nada para decir. Pensaba que las presentaciones sin preámbulos y sin historias compartidas eran tensionantes y que  esta aportaría poco a su cometido.
Todo indicaba que no podía eludir la situación. Con estos pensamientos llegó a la estación de trenes. En la boletería una fila interminable de gente se agolpaba en la hora pico. Buscó en el monedero unas monedas para entregárselas a un indigente y de ese modo desembarazarse de su presencia que la incomodaba.
Creyó que visitar sin preanunciarse no había sido una buena decisión, aunque ya era tarde para lamentarse. Era sólo un trámite y como tal los preámbulos serian innecesarios.
Cuando halló su ubicación eligió la ventanilla, así evitaría a los vendedores de mercancías varias que la ofuscaban. ¿Cómo comprarles a todos? Después de cada viaje se encontraba con una batería de utensilios que poco servían, pero que había tenido que adquirirlos a instancias de la persistencia y para no soportar el momento incómodo de negarse a realizar un acto de condescendencia. 
Retornó con sus pensamientos al viaje, el tren ya se deslizaba con aplomo por San Fernando; una hilera de casas estilo inglés  con techos de pizarra a dos aguas y un pequeño jardín miraba hacia las vías. El ruido y el movimiento acompasado de la locomotora habían calmado sus inquietudes y nerviosismo de los días precedentes. En la próxima estación, sólo a pocos minutos estaría frente a ellos. 
Jamás se habían visto, así imaginó que quizás encontraría en sus figuras alguna similitud; tenía vagos recuerdos del rostro en aquella vieja foto, aunque convencida estaba de no creerse semejante a ninguno. Ya pronto lo develaría.
 Mientras bajaba del tren, y descendía por las escalinatas recordó que la dirección la había anotado en un pequeño papel. Lo encontró estrujado y pasó sus dedos en afán de estirar los dobleces que hacían borrosas las letras.
Frente a la casa y corroborando la numeración hizo sonar la campanilla. Una mujer anciana y de cabellos teñidos de rojo furioso salió por una puerta lateral, llevaba un cigarrillo a medio pitar en la mano derecha, y en la otra sujetaba un crucigrama y los lentes.
— ¿Me busca? Aquí nadie me conoce. No recibo visitas. ¿Qué viene a cobrar?
—Me dieron esta dirección y un nombre, pero no sé quien busco.
—Buena presentación, y se cree que tengo tiempo para adivinar a qué vino.
—Tampoco creo saber a qué vine. Qué más da. Estoy aquí y usted tiene que escucharme. Hubo una muerte, me buscaron por el padrón electoral. Tampoco yo sabía de su existencia. Dejó deudas y las quieren cobrar y repartir si queda resto.
— ¿De modo que yo la tengo que invitar a mi casa para que usted pague sus deudas? ¿Estoy equivocada o me toma por ilusa?
—Vea, Hermenegildo Sega, murió en Italia a los ciento cuatro años. Nos buscan a usted y a mí.
— ¿Le tengo que creer? Y, quién es ese Sega?
—Usted es Sega, también lo soy.
— ¿Sólo dejó deudas? Venga. Entre que esto se está poniendo lindo. ¿Sólo deudas? ¿No habrá algún resto? Podemos arreglarlo. ¿Somos hermanas? ¡Qué hermoso! Siempre deseé tener una hermana. Venga. Entre, con confianza. ¿Una taza de té?
 
 

 
 

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