sábado, 16 de agosto de 2014

Las cartas de Anetta

—Julián, Julián, ¿dónde está?
—Cerca, señorita. ¿Por qué el apuro?
 —No olvide que hoy viene la visita.
—Haa, el editor. ¡Cómo olvidarlo!
—Arregle el salón. Y que en la cocina preparen el mejor té.
 —Como diga.
  Esta podría haber sido la conversación que tuvieron mi tía abuela y su mayordomo; no sabemos cómo fue porque están todos muertos y esta historia me la contaron muchas veces y no recuerdo de quién es la última versión. Y menos ahora que ya pasaron años de mi infancia. Según contaron todos estaban muy nerviosos porque mi tía, en un descuido, había comentado en una reunión de amigos que uno de sus amores había sido un tal Ferruccio. Sí, Marco Ferruccio. Un poeta enamorado de la argentina y que en periodos prolongados, allá por el año 1922, había vivido en el palacete de la calle Santa Fe y Rodríguez Peña, residencia de mis ancestros. En esos tiempos los padres de mi parienta acostumbraban a realizar grandes reuniones con literatos venidos desde Europa, en este caso el tal Ferruccio era de Firenze. Y en esos arrojos de amores clandestinos y amores prohibidos por la religión, el matrimonio y las buenas costumbres, este señor se enamoró perdidamente de ella. Amor que no pudo salir de los márgenes de hojas amarillas con caligrafía clásica, amor de poemas y de versos, amor de décimas. Mi tía estaba comprometida y a punto de entrar a la Iglesia con el novio que le habían asignado, y fue tan valiente que el mismo día que entró a la iglesia le escribió una carta donde le decía, —dicen porque yo no la leí— que su casamiento pronto terminaría y que separada tendría la libertad de escapar hacia Firenze para cumplir su deseo de amarlo para siempre. Tal carta no llegó a manos del poeta, sino que a manos su padre y él juró que jamás permitiría que su única hija se divorciase. Ella sólo se resignó a su suerte, nada podía hacer con tanto ardor desbordado por la pasión de un amor que nunca se había concretado. Su valentía fue tal —dicen— que se las ingenió para enviarle mensajes con viajeros, y también recibía sus respuestas. Con el discurrir del tiempo el tal Ferruccio cumplió sus deseos, y consiguió publicar sus libros de poemas en la editorial Enaudi y fue tal el suceso que a los cuarenta años era toda una celebridad. Nadie sabía que la mentora de tan dulces promesas de amor y de entrega era una mujer comprometida. Triste fue para ella cuando las misivas traídas por diferentes personas, a quienes compensaba con mucho dinero, dejaron de llegar. Realizó variados y complejos procesos de investigación y sondeo hasta que por fin llegó a la confirmación que nunca hubiese querido oír. Él murió en un triste hotel de Venecia, había estado hospedado por meses buscando inspiración y fuentes de emoción para conseguir que su obra fuera tan expresiva como las cartas que a ella le enviaba, dicen. Dicen que el hotel quedaba en la parte norte, en un barrio de palacetes desvencijados, de paredes descascaradas de color rosa pálido y que los gondoleros no quisieron realizar un cortejo fúnebre sin recibir una paga. Mi tía lamentó toda su vida no haber tenido el coraje de desafiar a su padre y partir hacia Firenze; muy pronto la vida y su sino la dejaron sola. Su marido la abandonó por una mujer más bella y más joven. Un día recibió una carta de un editor de Venecia que decía tener conocimiento que los más bellos poemas de Ferruccio estaban en su poder. También le confirmó que la obra póstuma con las cartas y la historia de amor lo catapultarían como el mejor de los poetas contemporáneos… Mi tía se turbaba mientras leía esas líneas. Y dicen, porque al ser una historia de amor prohibido no hubo testigos, que el día de la reunión se vistió de azul noche, dicen que armó los rulos de su cabellera y que lució las mejores joyas. Dicen que se miró el espejo, que perfumó su piel, que calzó sus zapatos de tacones altos, que barnizó sus uñas. Dicen que ese día se murió de amor. Dicen.

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