lunes, 1 de septiembre de 2014

La mesa suspendida


 
 
           Era una reunión pequeña en una sala angosta, se bebía a granel y las luces titilaban en modo sugerente a la vista de los bebedores de la mesa cuatro. El mantel a lunares emitió movimientos circulares, el último lunar saltó de la cuadratura de la mesa y relató la historia de sus compañeras.

             Ellas no se ocupaban de nada, solo cantaban y reían como cíngaras en noche de amarantos con plumas de luces de colores, y nadaban como si fueran  los cálculos de los azores ventosos, en las mañanas en que la tierra dormía ensimismada sobre catres descubiertos. 

             Entonces, otro lunar cobró más ánimo y aleteó sin parar hasta  entrar en compulsiones.  Las nubes perdieron polvo y  se despistaron hacia la negrura de las olas de las mentes y las doncellas coincidieron en abandonar su cualidad.

              Bien habían dicho que no era garantía de felicidad aquella promesa  que recibieron las doncellas en la tarde que veían acercarse a las  damas y comieron hasta hartarse de las nuevas y malas noticias que relataban los lunares. Encerradas  en la vía que anudaba la ruta,  los nudos de la historia se convirtieron en   manojos que cabían en un puño.

               Las doncellas decidieron continuar divagando en la superficie de  la mesa cuatro, mientras los bebedores discutían sobre el valor que adquieren los recuerdos, cuando ya se han perdido los años en los  intentos por seguir obteniendo experiencias.

               Los lunares se trepaban a los vasos en modo risueño, haciendo malabares. En forma repentina y sin atino, uno de ellos cayó en el vaso del más viejo de los bebedores y conoció subrepticiamente sus secretos. Este había retenido para si la historia que celosamente fue resguardada por los muros de la Villa milenaria.

            Inesperadamente  relató, con su voz raspada y amarga por el alcohol,  como vivían los moradores de ese palacio con grandes balcones que asomaban como cornisas  al Mare Ligure. Y ya en el año 1640, sus amos acogían a los viajeros que tomaban el camino hacia el norte del golfo.

                 Iluminadas por el sol, en las mañanas calurosas, sus terrazas vieron el tiempo en el cual el césped verde como alfombra mullida y mórbida, participó del esplendor de los banquetes, donde las mesas ofrecían manjares. Deliciosas frutas traídas por sus amos de sus viajes a Oriente; ellos, como buenos mercaderes,  tenían bien sabido que  lo exótico de los frutos estaba en sus colores deslumbrantes  que  ornamentaban las mesas de los invitados.

               El lunar curioso por la realidad que se contaba decidió dar un paseo por la Villa y comprobar cuánto permanecía de aquella maravillosa  historia, pero las rayas paralelas  del mantel de la mesa cuatro se lo impidieron ya que su existencia no le permitiría comprobar lo que pretendía averiguar. Las líneas, cuatro en total, decidieron narrarle las vidas pasadas de sus moradores. 

             A la verdad le  relataron que,  en el vendaval de una noche, franquearon las puertas de la
 
construcción  —esta en sus inicios había sido una abadía—,  y  allí se escuchaba acercarse y alejarse
 
los ecos incesantes de los llantos;  los gritos de las almas condenadas al infierno y   de los que habían
 
muerto en modo inesperado. Con nervioso apuro, en su paseo, jugaron a un juego confuso e
 
incierto, a una pasión desatada e impúdica con las doncellas que ya se habían convertido en
 
fantasmas y recorrían los jardines aterrazados bajo la lluvia que diluyó: el paisaje, las flores, las
 
arboledas y el estanque.

            El agua del marjal, ya seco, dejó un surco vacío en su lecho para una postrera expresión de su existencia. Ubicado en la entrada de la iglesia de la abadía custodiaba al acrolito, una estatua con manos, pies,  cabeza de piedra y con el torso de madera vestido con sugerentes tejidos algodonados, traídos del Oriente.

               Con la llegada del verano una luz roja encendió y abrazó todo el jardín inundando los días de calor; el bebedor de la mesa cuatro, sin embargo, continuaba relatando a sus oidores, mientras el vino dorado  entibiaba su voz y el color rojo asomaba por sus mejillas hasta las sienes. Su historia fue muy diferente, ya que  era posterior en el tiempo y los mercaderes habían ya convertido a la abadía en una Villa donde se tiraban a los placeres mundanos y pecaminosos.

                El estanque llegó a ser fuente  desgarrada y deshilaba una  pesada hebra de agua clara. Vecina a ella se instalaban los amos, en sus poltronas, a relatar sus proezas en los mercados lejanos,  donde el aire se inundaba con los perfumes de las especias más exóticas. En sus fábulas no faltaban las proezas de su oficio, ya que exploraban minuciosamente las tierras conquistadas, y con gestos mezquinos por la avaricia trepidaban con fuerza los músculos de sus rostros mientras  negociaban y tomaban ventaja.

              Segundo a segundo, en modo apremiante, el bebedor siguió su relato con la sensación de ahogarse.  Así decidió interrumpir su fábula esgrimiendo experimentar olas de violencia interior, ya que eran secretos bien custodiados por  los antiguos moradores.

Su deseo fue no azuzar a los fantasmas  por temor a ser objeto caprichoso de las maldiciones que se repetían en períodos cíclicos,  sobre aquellos que intentaban relatar la historia que por siglos fue resguardada por los muros de la Villa. Todos se sumieron en un silencio enervante y enloquecedor.

           
 
            Andrea Doria se despertó del sueño, había viajado a Génova impulsado por conocer a sus

ancestros. Una novela de Augusto Roa Bastos, Madama Sui, lo sorprendió al encontrar en un

personaje genovés su mismo nombre y apellido. Y este hallazgo le permitió ahondar en su pasado,

del que no tenía registro, pues había quedado huérfano a los doce años. Y  lo decidió a viajar.

 
          El sueño lo asaltó una mañana de verano en un hostel de la Vía XX de Settembre, en la

mansarda de un edificio. El empleado de la noche, al llegar, le comentó que  la construcción

pertenencia al año 1200 y correspondía con la época de la Repubblica di Génova. Y que el primer

Dogge había sido Andrea Doria, a la sazón un ancestro suyo.

            Apuró un desayuno con un café y un brioche y salió con la decisión de llegar hasta el Palazzo de los Doria, y se perdió por la Vía Nuova, por la Vía Garibaldi. Sin un rumbo se dejó tomar por las calles de esta ciudad que  en tiempos lejanos fue la reina del Mediterráneo. A cada paso encontraba una historia y los nombres de la calles le recordaban sonidos y fonéticas  aunque nunca habló el dialecto, pero se descubrió reconociendo palabras y  sabores. Perplejo ahondó en sus pensamientos y no recordó más que a vecinos y  allegados que poco le había contado sobre sus padres.  

            Por azar escuchó, antes de emprender el viaje, que todos los humanos tienen una memoria que no se vincula con los acontecimientos pasados, sino con la genética. Y que por tanto sus recuerdos y sus ansias de conocer aquello que siente que lo identifica con un lugar tan lejano es sólo la memoria heredada, algo que le fue dado y que imprime sus recuerdos de olores conocidos y familiares, de gustos y alimentos que jamás ha probado, pero que su paladar reconoce fielmente.

             Y estos pensamientos y el sueño lo reconfortaron, se sintió pleno de familiaridad por primera vez en su vida: hoy  cumple cuarenta y cinco años. Y el sentido de pertenencia se apoderó de él. Y mientras llegaba hasta el puerto de Génova y recorría los carruggio se juraba que se quedaría a vivir en la ciudad.

            Andrea Doria, llegó a la conclusión final de que estaba viviendo la consecuencia de otra vida, y que todo tiene un orden secuencial y analógico. Él es el Dogge y es este hombre que fue a recobrar su legado.

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