Ellas no
se ocupaban de nada, solo cantaban y reían como cíngaras en noche de amarantos
con plumas de luces de colores, y nadaban como si fueran los cálculos de los azores ventosos, en las
mañanas en que la tierra dormía ensimismada sobre catres descubiertos.
Entonces,
otro lunar cobró más ánimo y aleteó sin parar hasta entrar en compulsiones. Las nubes perdieron polvo y se despistaron hacia la negrura de las olas de
las mentes y las doncellas coincidieron en abandonar su cualidad.
Bien
habían dicho que no era garantía de felicidad aquella promesa que recibieron las doncellas en la tarde que
veían acercarse a las damas y comieron
hasta hartarse de las nuevas y malas noticias que relataban los lunares. Encerradas en la vía que anudaba la ruta, los nudos de la historia se convirtieron
en manojos que cabían en un puño.
Las
doncellas decidieron continuar divagando en la superficie de la mesa cuatro, mientras los bebedores
discutían sobre el valor que adquieren los recuerdos, cuando ya se han perdido
los años en los intentos por seguir obteniendo
experiencias.
Los
lunares se trepaban a los vasos en modo risueño, haciendo malabares. En forma
repentina y sin atino, uno de ellos cayó en el vaso del más viejo de los
bebedores y conoció subrepticiamente sus secretos. Este había retenido para si
la historia que celosamente fue resguardada por los muros de la Villa milenaria.
Inesperadamente relató, con su voz raspada y amarga por el
alcohol, como vivían los moradores de
ese palacio con grandes balcones que asomaban como cornisas al Mare Ligure. Y ya en el año 1640, sus amos
acogían a los viajeros que tomaban el camino hacia el norte del golfo.
Iluminadas por el sol, en las mañanas
calurosas, sus terrazas vieron el tiempo en el cual el césped verde como
alfombra mullida y mórbida, participó del esplendor de los banquetes, donde las
mesas ofrecían manjares. Deliciosas frutas traídas por sus amos de sus viajes a
Oriente; ellos, como buenos mercaderes,
tenían bien sabido que lo exótico
de los frutos estaba en sus colores deslumbrantes que
ornamentaban las mesas de los invitados.
El
lunar curioso por la realidad que se contaba decidió dar un paseo por la Villa
y comprobar cuánto permanecía de aquella maravillosa historia, pero las rayas paralelas del mantel de la mesa cuatro se lo impidieron
ya que su existencia no le permitiría comprobar lo que pretendía averiguar. Las
líneas, cuatro en total, decidieron narrarle las vidas pasadas de sus
moradores.
A la verdad le relataron que, en el vendaval de una noche, franquearon las
puertas de la
construcción —esta en sus
inicios había sido una abadía—, y allí se escuchaba acercarse y alejarse
los ecos
incesantes de los llantos; los gritos de
las almas condenadas al infierno y de los que habían
muerto en modo inesperado. Con nervioso apuro, en su paseo,
jugaron a un juego confuso e
incierto, a una pasión desatada e impúdica con las
doncellas que ya se habían convertido en
fantasmas y recorrían los jardines
aterrazados bajo la lluvia que diluyó: el paisaje, las flores, las
arboledas y
el estanque.
El agua
del marjal, ya seco, dejó un surco vacío en su lecho para una postrera
expresión de su existencia. Ubicado en la entrada de la iglesia de la abadía
custodiaba al acrolito, una estatua con manos, pies, cabeza de piedra y con el torso de madera
vestido con sugerentes tejidos algodonados, traídos del Oriente.
Con la
llegada del verano una luz roja encendió y abrazó todo el jardín inundando los
días de calor; el bebedor de la mesa cuatro, sin embargo, continuaba relatando
a sus oidores, mientras el vino dorado
entibiaba su voz y el color rojo asomaba por sus mejillas hasta las
sienes. Su historia fue muy diferente, ya que
era posterior en el tiempo y los mercaderes habían ya convertido a la abadía
en una Villa donde se tiraban a los placeres mundanos y pecaminosos.
El
estanque llegó a ser fuente desgarrada y
deshilaba una pesada hebra de agua
clara. Vecina a ella se instalaban los amos, en sus poltronas, a relatar sus
proezas en los mercados lejanos, donde
el aire se inundaba con los perfumes de las especias más exóticas. En sus fábulas
no faltaban las proezas de su oficio, ya que exploraban minuciosamente las
tierras conquistadas, y con gestos mezquinos por la avaricia trepidaban con
fuerza los músculos de sus rostros mientras
negociaban y tomaban ventaja.
Segundo
a segundo, en modo apremiante, el bebedor siguió su relato con la sensación de
ahogarse. Así decidió interrumpir su fábula
esgrimiendo experimentar olas de violencia interior, ya que eran secretos bien
custodiados por los antiguos moradores.
Su deseo fue no azuzar a los fantasmas por temor a
ser objeto caprichoso de las maldiciones que se repetían en períodos
cíclicos, sobre aquellos que intentaban
relatar la historia que por siglos fue resguardada por los muros de la Villa. Todos
se sumieron en un silencio enervante y enloquecedor.
Andrea Doria se despertó del sueño, había viajado a Génova impulsado por conocer a sus
ancestros. Una novela de Augusto Roa Bastos, Madama Sui, lo sorprendió al encontrar en un
personaje genovés su mismo nombre y apellido. Y este hallazgo le permitió ahondar en su pasado,
del que no tenía registro, pues había quedado huérfano a los doce años. Y lo decidió a viajar.
del que no tenía registro, pues había quedado huérfano a los doce años. Y lo decidió a viajar.
El sueño lo asaltó una mañana de verano en un hostel de la Vía XX de Settembre, en la
mansarda de un edificio. El empleado de la noche, al llegar, le comentó
que la construcción
pertenencia al año
1200 y correspondía con la época de la Repubblica di Génova. Y que el primer
Dogge había sido Andrea Doria, a la sazón un ancestro suyo.
Apuró un
desayuno con un café y un brioche y salió con la decisión de llegar hasta el
Palazzo de los Doria, y se perdió por la Vía Nuova, por la Vía Garibaldi. Sin
un rumbo se dejó tomar por las calles de esta ciudad que en tiempos lejanos fue la reina del Mediterráneo.
A cada paso encontraba una historia y los nombres de la calles le recordaban
sonidos y fonéticas aunque nunca habló
el dialecto, pero se descubrió reconociendo palabras y sabores. Perplejo ahondó en sus
pensamientos y no recordó más que a vecinos y
allegados que poco le había contado sobre sus padres.
Por azar
escuchó, antes de emprender el viaje, que todos los humanos tienen una memoria
que no se vincula con los acontecimientos pasados, sino con la genética. Y que
por tanto sus recuerdos y sus ansias de conocer aquello que siente que lo
identifica con un lugar tan lejano es sólo la memoria heredada, algo que le fue
dado y que imprime sus recuerdos de olores conocidos y familiares, de gustos y
alimentos que jamás ha probado, pero que su paladar reconoce fielmente.
Y estos pensamientos y el sueño lo
reconfortaron, se sintió pleno de familiaridad por primera vez en su vida:
hoy cumple cuarenta y cinco años. Y el
sentido de pertenencia se apoderó de él. Y mientras llegaba hasta el puerto de
Génova y recorría los carruggio se juraba que se quedaría a vivir en la ciudad.
Andrea
Doria, llegó a la conclusión final de que estaba viviendo la consecuencia de
otra vida, y que todo tiene un orden secuencial y analógico. Él es el Dogge y
es este hombre que fue a recobrar su legado.
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